Thursday, June 21, 2007

LIBERAL, MASÓN, ROMÁNTICO

LIBERAL, MASÓN, ROMÁNTICO
2007-06-21.
Antonio Torres Justo, Periodista Independiente

Nuestra historia colonial del Siglo XIX estimuló la reunión de un grupo
numeroso de criollos liberales, masones y románticos, determinados a
romper el vasallaje a España.

Liberales por su cultura, idealismo y su percepción de la realidad de la
época y su papel para influir en ella y cambiarla y fundar un estado
republicano, democrático y laico, garante de todas la libertades
sociales, políticas y económicas.

Masones porque querían a la república bajo el amparo de la trinidad
revolucionaria francesa de libertad, igualdad y fraternidad y porque
"…las sesiones masónicas daban pretexto para que los conspiradores por
la independencia nacional celebrasen sus juntas sin la más leve sospecha
de los gobernantes españoles. Porque una vez concluida la tenida
familiar y retirados habilidosamente de los templos aquellos hermanos
que no estaban en el secreto de los empeños de separatismo político en
la Isla, el local servía de marco admirable para su patriótica misión.",
nos explica Francisco J. Ponte Domínguez en su libro "La Masonería en la
Independencia de Cuba"

Románticos porque : "Todo era romántico en aquellos cubanos del Siglo
XIX –sobre todo en los representativos– desde los rasgos faciales y la
indumentaria, pasando por las pasiones, las emociones, hasta llegar a
las ideas y la actitud integral ante la vida y frente al mundo.", como
nos afirma Elías Entralgo en su "Perioca Sociográfica de la Cubanidad".

Liberales, masones y románticos representativos de la clase social alta
y media: terratenientes, hacendados, industriales azucareros,
profesionales: abogados, médicos, ingenieros, etc. Muchos de ellos
educados en Francia y los Estados Unidos de Norteamérica –en contacto
con sus sistemas políticos– y la propia España. Francisco Vicente
Aguilera, Carlos Manuel de Céspedes, Pedro Figueredo, Vicente García,
Salvador Cisneros, Francisco Maceo, Ignacio Agramonte, Federico
Fernández-Cavada y muchos más, aceptaron convertirse en protagonistas de
la historia de su patria y sacrificaron vida, familia y fortuna.

Las Comisiones Administrativas de Bienes Embargados creadas por el
Capitán General Domingo Dulce, en abril de l869, se encargaron de
reducir a la miseria a las familias de insurrectos pudientes. Buen
ejemplo de ello lo encontramos en Aguilera. Puede que el hombre de mayor
riqueza personal entre los complotados, que fundó junto a Pedro
Figueredo y Francisco Maceo la primera Junta Revolucionaria de Oriente y
declinó, ante lo irremediable, el liderazgo del alzamiento en Céspedes,
falleció en la pobreza.

La premura –ante el temor a la delación y la consiguiente represión y
fracaso– se impuso a la dilación para tratar de acopiar mayores recursos
para la guerra. La insurrección comenzó así con el mínimo de medios y
aunque al principio logró alcanzar triunfos, esta misma carencia, la
falta de conocimientos militares de la mayoría de los jefes, el
regionalismo y las incipientes desavenencias internas redujeron las
posibilidades estratégicas de la insurrección.

La gradual desaparición de las personalidades iniciadoras de la
insurrección, con jefaturas reconocidas –Donato Mármol, Luis Marcano,
Federico Fernández-Cavada, Ignacio Agramonte, etc. –, aunque sus puestos
fueron ocupados por hombres con talento y habilidad combativas, el
reconocimiento de su autoridad –en ocasiones incierto para los
anteriores– no resultaba inmediato, ni a veces similar al de sus
predecesores.

En particular la muerte del Mayor General Ignacio Agramonte no sólo
significó un muy duro golpe en lo militar. También en lo político
influyó de manera negativa y culminó con la destitución del Presidente
Céspedes por la Cámara de Representantes. Hasta la misma trayectoria
posterior de la revolución le afectó su desaparición física.

El Mayor General Ignacio Agramonte es una de las personalidades
singulares –liberal, masón, romántico– de aquella década de pasiones y
gloria. Entralgo lo describe como el único gran combatiente de la
rebeldía cubana que podríamos llamar auto-didacto porque se formó a sí
mismo, y supo imprimirle a sus tropas disciplina, organización y
capacidad para guerrear.

El Generalísimo Máximo Gómez, a quién envía el Presidente Céspedes a
sucederle en el mando del Camagüey, anota en su Diario de Campaña con
data 9 de julio de 1873: "No podré en verdad formar aún un verdadero
juicio del estado de las tropas del Camagüey, pues apenas he visto una
pequeña parte. Sin embargo de ello, puedo deducir, porque se demuestra
el carácter organizador del Gral. Ignacio Agramonte; que a pesar de que
aquel Gral. no tenía siquiera nociones de milicia, son las tropas, que
bajo su dirección presentan hoy, más y mejor organización en todo el
ejército que combate. Y es que aquí en el Camagüey, sólo él sin ser
molestado por los poderes civiles, supremos, de Gobierno y Cámara, pudo
hacer efectiva la disciplina."

El Bayardo Cubano, como también se le calificara al Mayor General
Agramonte, fue como aquel Pedro del Terrail, Señor de Bayard: hombre sin
tacha y sin miedo. Su respuesta de "Con la vergüenza", ante los que
intentaron persuadirle a capitular por la falta de armas y municiones,
nunca apagará su eco de decoro y valentía.

El Mayor, como le llamaba y veneraba su tropa. El entonces Capitán y
ayudante del Gral. Agramonte, Ramón Roa, narra en "Montado y Calzado"
aquella anécdota sobre la llegada del Mayor General Máximo Gómez al
campamento en "La Crimea" a encargarse del mando. Un soldado le informa
al Teniente Coronel Reeve: Que ahí viene el Mayor. "¿Qué Mayor es ese?",
inquiere Reeve. "El Mayor Gómez, nombrado jefe del departamento",
responde el soldado. "¡Ah!, el General Máximo Gómez; y no diga Ud. El
Mayor; porque El Mayor fue uno y murió en Jimaguayú", aseveró Reeve.

Uno y murió en Jimaguayú. Irrepetibles las particularidades del ambiente
familiar, la personalidad y la época que modelaron y formaron a aquel
cubano que se nombró Ignacio Agramonte Loynaz.

Su muerte es otro de los tantos episodios extraños y confusos de la
guerra. Como inexplicable es que su cadáver quedara en poder de la tropa
española. Una falta de explicación que se acerca a lo injustificable.
Que ni siquiera uno sólo, de tantos que le veneraban –en especial sus
oficiales– se sobrepusiera a la lógica consternación y desmoralización
de la noticia de su caída, que no reaccionara, sorprende. Que ninguno se
dirigiera a comprobar si era muerto o herido y rescatarlo, asombra.
Estos son hechos que necesitan de esfuerzo para comprenderlos.

El Diccionario Enciclopédico de Historia Militar de Cuba, Tomo II
Acciones Combativas, en la descripción del combate de Jimaguayú anota al
final: "Todo indica que Agramonte decidió cruzar el potrero de izquierda
a derecha, para ponerse al frente de la caballería o para dar una orden
al Tte. Cor. Reeve. Iba acompañado por cuatro hombres y cayó mortalmente
herido de un disparo en la cabeza. También murió su joven ayudante, Tte.
Jacobo Díaz de Villegas. Su cadáver no pudo ser rescatado por los
cubanos, pues la alta yerba de guinea que cubría el potrero lo ocultó.
Los españoles no sabían que Agramonte había muerto en la acción y fue
varias horas después que el jefe español ordenó revisar el campo de
batalla cuando encontraron su cuerpo, el cual fue llevado a Puerto
Príncipe, incinerado y las cenizas esparcidas al viento". Acerca de la
muerte de Agramonte en este infortunado combate se han expuesto diversas
versiones, muchas de las cuales se contradicen, incluso entre los
propios participantes. Las bajas cubanas en la acción, además de la
irreparable pérdida de Agramonte, fueron cuatro muertos y 19 heridos; no
están precisadas las del enemigo.

El fundamentado libro de Juan J. Pastrana "Ignacio Agramonte.
Documentos", dedica espacio a las versiones sobre la muerte de EL Mayor.
Aparecen las expuestas por Carlos Pérez Díaz, Serafín Sánchez y Ramón
Roa, que participaron en la acción en distintas posiciones. En otros
casos se apunta al asesinato o a un error fatal de la propia caballería
mambisa. Cartas de protesta por estas últimas opiniones no faltan.
Visible es el desacuerdo, la imprecisión. Tampoco se puede esperar
demasiado al remover recuerdos de veinte o más años atrás. La fidelidad,
casi siempre, resulta disminuida.

Al General Antonio Maceo le veneraron también los hombres bajo su mando.
Y su caída, bajo las balas, provocó tanta consternación y
desmoralización como la de Agramonte. Pero su sagrado cadáver no quedó,
aún a costa de otras vidas, como trofeo triunfal en poder del enemigo.

Es verdad que El Mayor fue uno y murió en Jimaguayú. Fue uno y con 35
jinetes de su caballería magnífica rescató al General Julio Sanguily, al
que conducía prisionero una columna enemiga.

Liberal, masón y romántico, El Mayor fue uno, irrepetible.

http://www.miscelaneasdecuba.net/web/article.asp?artID=10543

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